asun valet
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FERTILIDAD FRÍA DE LAS MANCHAS


Habitants délicats des fôrets de nousmêmes
Jules Supervielle



Me cuenta Asun Valet que visitó San Juan de la Peña en enero, y que la recibió una gran nevada, como correspondía a la estación. El espectáculo de la naturaleza alrededor del Monasterio la impresionó. La vegetación enquistada del invierno, la nieve, los cielos opacos. Un campo nevado guarda cierta semejanza con el lienzo en blanco. Una capa de olvido parece necesaria para poder escribir una historia nueva. Como sucede con la nieve, los lienzos o papeles vírgenes están predestinados a la mancha o la huella. A Asun Valet le gusta dejar desnuda la loneta, tratándola con gesso transparente, y darle su protagonismo. El amor por la superficie en blanco del soporte es paralela a la necesidad de intervenir sobre ella, pese al respeto casi religioso que le inspira. La creación pictórica parte, en esta artista, de un diálogo con el fondo del cuadro, que la convierte siempre en tarea compartida. Es algo diferente, esta pasión por el vacío, a la pasión por el vacío de un fabricante de monocromos, como Klein, que vendría a ser el intento de anular ese fondo. “La monocromía –puntualiza Sandro Bocola– constituye una de las escasas posibilidades que tiene Klein para autoafirmarse como pintor más allá de toda convención y disciplina plástica y satisfacer su necesidad totalitaria de notoriedad”. Muy distinto, por lo tanto, del culto al lienzo en blanco de alguien como Asun Valet, en quien perdura la fe por las posibilidades de su medio, que es una fe en las posibilidades reales del vacío como lugar donde crear. La pintura pasa a ser, en su caso, una cosa que acontece, inevitable, tan inevitable como salir al exterior desde el refugio rodeado por la nieve. Una cuestión de vida o muerte. Pero el camino que se recorre en cada excursión al exterior, en cada cuadro, es un camino diferente. La primera de las huellas es, en realidad, determinante. Los cuadros se desarrollarán a partir de ella. Cosa que sucedía ya en las pinturas que Asun Valet había expuesto en la galería A del Arte o en el Torreón Fortea, pero que ahora es más notable en estas grandes telas creadas para San Juan de la Peña, porque la mancha ocupa un espacio más central, y el resto de los elementos, que después irán llegando, juegan con esta centralidad, aunque sea, en algún caso, para contradecirla. Esa mancha es, en principio, una nada, un poco de humo sobre el lienzo. Huella en el sentido de presencia fantasmal. Algo que no se puede decir o de lo que apenas podría decirse cosa alguna. Es también la excursión del dragón, siguiendo la tradición extremo oriental, cuyo rastro de humo caligrafiará el punto de partida para un posible ideograma.
La mancha, en términos de una presunta ontología pictórica y plana, es hermana de la piedra. En cualquier tratado filosófico, en cuanto sus autores entran a hablar del Ser o del Ente, el primer ejemplo que se les ocurre es la piedra. (El segundo es la silla, como bien sabe Joseph Kosuth.) Así leeremos en los manuales que el Ser se dirá igual y en el mismo sentido del Hombre y de la Piedra, o proposiciones similares a ésta. La piedra es el conejillo de indias de los filósofos. José Luis Pardo, de la mano de una lectura de Ferlosio, habla de un posible piedra Bartleby, de una piedra sin atributos, paradójicamente triunfadora, que escapa del laberinto de significados donde se perdería la misma piedra, o donde nos perdemos nosotros mismos con la excusa de la piedra, por culpa de la variedad de los contextos. También a Spinoza le gustaba utilizar las piedras en sus argumentos. Decir que al ciego le falta la visión, nos dice, es tanto como decir que a la piedra le falta la visión. Nos gustaría saber si a las manchas de Asun Valet, sus piedras bidimensionales, también les falla la vista. Es posible argumentar sobre estas manchas de modo parecido a como haríamos con las piedras. Unas y otras son inmediatez carente del rigor de la geometría, un punto cero de la individualidad. En realidad, la mancha hace del incipiente cuadro, un cuadro distinto, con su carga genética, su ADN, listo ya, inteligible desde ese momento como un ente, como una ocurrencia de lo posible, tan humilde como irrepetible.
Un devoto de las piedras y de la Ontología es Andrés Sánchez Robayna, en él leemos los siguientes versos:
negro tranquilo de la forma:
las lisas aristas fluyeron
calma fluida lisa negra
soledad entera de la forma
Estas palabras del poeta canario me recuerdan otras sobre las que Asun Valet ha meditado y trabajado. “El vacío no es diferente de la forma”. “Ku-fu-i-shiki”. Estas palabras japonesas las encontró en una exposición de caligrafía zen, celebrada en la Gulbenkian lisboeta. Las palabras las había pintado en maestro Hogen Daido y forman parte del Sutra del Corazón, que los fieles del budismo zen repiten desde hace siglos. Se dice allí que la forma no difiere del vacío, ni éste de la forma; que aquello que es forma, es vacío, y aquello que es vacío, forma. Asun Valet terminó pintando un cuadro que tituló así, Vacío es forma. En San Juan de la Peña veremos estas mismas tres palabras escritas en neón. Curiosa atracción por el vacío y por el blanco, por ese lugar que se halla fuera del Reino de los Ojos. Curiosa, pero no insólita. Esta atracción por el vacío ha sido frecuente entre los artistas más preocupados por meditar sobre el propio hecho pictórico, sobre su especificidad. Bastante influido por la cultura oriental, Antoni Tàpies es uno de ellos, y ha escrito sobre la importancia de la nada y de lo mínimo. En el número inaugural de la revista “Trama”, le fue cedido el honor de firmar el primer artículo y lo tituló curiosamente “La pintura y el vacío”, estando plagado de referencias al arte oriental. Y no es el único texto donde aborda el mismo tema. “Pese a los poderes y las ampulosidades que hoy dominan, con nada o con muy poco se puede hacer mucho”, había escrito el pintor en otro lugar, tras citar el siguiente pensamiento de LaoTse: “Los radios de la rueda son numerosos, pero es el vacío que hay en medio lo que hace caminar a la carreta”. 
Regresando al texto de José Luis Pardo, antes citado, digamos que una mancha de baja intensidad semántica, del mismo modo que una piedra Bartelby, por su privilegiada indeterminación, posee en su pobreza la libertad e independencia que perdería en un contexto significante. La mancha es presencia, aunque callada. “En Occidente –escribe Octavio Paz– se pasó de la pintura de la presencia a la pintura como presencia; quiero decir, la pintura dejó de representar a esto o aquello, dioses o ideas, o muchachas desnudas o colinas o botellas, para representarse ella misma”. Pienso que Asun Valet funciona bajo parámetros modernos, con un sentido reivindicativo de la autonomía pictórica; pero pienso también que pone a enfriar este principio. El factor expresivo queda relativizado. La presencia está, pero es un presencia, una mancha Bartelby. El aspecto elegante de su pintura viene de esa condición. Este tipo de libertad, la impermeabilidad semántica, nos asusta un tanto a los humanos, de ahí que se tienda siempre al juego de encontrarles a las manchas o a las nubes un sentido ajeno a ellas. Leonardo da Vinci escribe sobre las manchas como punto de partida y estímulo de la imaginación. Pero es curioso el contexto donde lo hace. Cito todo un párrafo: 
 “Aquel a quien no le gusta por igual todo lo que comprende el arte de la pintura no es universal. Hay alguno, por ejemplo, que no se ocupa de los paisajes, considerándolos como objetos de mera y superficial investigación. Así lo hace nuestro Botticelli, quien afirmó que estudios de este tipo son inútiles, ya que por el simple hecho de lanzar una esponja empapada en colores diversos hacia una pared se podrían imaginar varias cosas si uno las busca, como cabezas de hombre, animales, batallas, rocas, mares, nubes y árboles, lo mismo que oyendo un repique de campanas puede uno oír lo que se le antoje. Sin embargo, aunque esas manchas puedan inspirar cualquier composición, no enseñan cómo completarlas con detalles”.
Y luego remata, refiriéndose a “su” Botticelli que “este artista pintó paisajes muy vulgares”.
A modo del test de Rorschach, las manchas pueden ser fecundas en sus sugerencias, y Leonardo parece recomendar utilizarlas en tal sentido. Lo más curioso es su alusión a Botticelli y al desdén de este pintor por el paisaje, que Leonardo no comparte en absoluto. Lo que Botticelli parece reprocharle al paisaje o, mejor, dicho, a la naturaleza en bruto, es la arbitrariedad nosignificante (insignificante, según él) propia de las manchas. Esa practica a la que aluden de lanzar una esponja a la pared, que parece propia de un artista de actionpainting, o de un accionista vienés, cuentan que ya era conocida por los griegos. Botticelli encuentra en los árboles o las rocas una irracionalidad pareja a la de esas manchas aleatorias, entendiendo que el trabajo de copiar el paisaje es inútil, no mucho más inteligente que ese azar. Frente a la naturaleza, lo que le interesa es el diseño, el lenguaje, lo humano, al fin y al cabo. Berenson lo entendió muy bien al diagnosticar a Botticelli: “Imagine an art made up entirely of these quintessences of movementvalues, an you will have something that holds the same relation to representation that music holds to speech—and this art exists, and is called linear decoration”. Berenson compara acto seguido al autor del “Nacimiento de Venus” con los artistas orientales, y en concreto con los ukiyo-e. Claro está que la decoración, el ornamento, utiliza la naturaleza como excusa, pero lo importante es el patrón, la ley abstracta.  
La de Asun Valet es una estética conciliadora. En parte se inclinaría por las tesis de Leonardo; en parte, por las de Botticelli. Hasta ahora me había referido a las manchas, a la componente lírica de su pintura. Pero sobre ésta se superponen otros elementos. En muchos de sus cuadros más recientes, encontraremos líneas de colores vivos, en estructuras ortogonales. La crítica zaragozana Chus Tudelilla lo reflejó certeramente: “Frente al desorden y el azar de lo natural, en el que se inspiran sus pinturas, las trazas asumen el control de la razón” Este control de la razón, más que “completar con detalles” la arbitrariedad informal de la mancha, se superpone a ella, aprovechando los diversos recursos que la pintura pone en manos de la artista, que hacen del cuadro un territorio polifónico. Y en un sentido parecido, como contrapunto añadido al carácter informe o vago de las sombras difusas, en aguadas de acrílico, se plantea una modalidad de sombra cartesiana y geométrica, que elabora la pintora  primorosa y concienzudamente con la punta de plata, un útil de dibujo.
En el trabajo de Asun Valet había contado más, hasta ahora, “lo natural” que “la naturaleza”. Los elementos espontáneos e informales los había encontrado más dentro de sí misma que en el exterior. Su encuentro con San Juan de Peña, aquel día de nieves, supuso también una confrontación con la naturaleza. El monasterio, como construcción humana, se encuentra asaltado por lo agreste. El claustro, como gesto reconciliatorio, envuelve un pequeño espacio de ficción natural: un jardín. En el Monasterio Nuevo de San Juan de la Peña, esta apertura interior se ha clausurado, creando el espacio expositivo, que es donde mostrará sus obras. Todo ello hace que surja como problema, o necesidad íntima, un compromiso nuevo con la naturaleza y el paisaje. La deuda de la arquitectura con la naturaleza se transfiere a la artista.
“No ser esclavo de la naturaleza, domarla, servirse de ella sólo como un pretexto para la realización del sentimiento o del pensamiento que a uno le fascina; ver el mundo sensible como un inmenso enigma cuya clave está en nosotros”. Estas palabras tienen más de un siglo, y son de Charles Morice, en una apología de Paul Gauguin. Esto parece que nos haga retornar a Botticelli y a su interpretación de la naturaleza como mancha y al test de Rorschach. En parte, el trabajo de Asun Valet asume esta postura; pero sólo en parte, porque sobre la naturaleza y, ante todo, sobre la vegetación, planea la sospecha de enfrentarnos a una entidad real, impersonal e inmortal, potencialmente peligrosa y que nos vigila. Este puede ser, en parte, el tema de sus Verdes Difíciles.
Para Kandinsky, el verde representa la satisfacción mundana. Un color burgués pero necesario. Un territorio de transición entre la tierra amarilla y el cielo azul, por donde los hombres deben transitar obligatoriamente. Pero también dice que “si el verde absoluto pierde su equilibrio y asciende al amarillo, cobra vida, juventud y alegría”. Y que al cargarse de azul, por el contrario, gana en sabiduría y profundidad. Parece que Asun Valet siga estos principios, porque los verdes que le interesan son siempre impuros. Impuros y raros, hasta difíciles de encontrar, nunca protagonistas inmediatos, y que se asoman al lienzo blanco con cierto aire de enfermedad, más próximos a los verdes de un jardín decadente que a los de una pradera amable. A esta pintora parece que le gusten más los rescoldos que el fuego, las sombras del color que propiamente éste, como si fuera un puro reflejo. Así sucedía en algunos de sus cuadros con los tonos naranjas o violáceos. Sus verdes difíciles son también más el recuerdo de un color, o el fantasma de un color, que el color mismo. Y podemos relacionarlos con una presencia sutil del elemento vegetal. Sus verdes son rescoldos del bosque, entendido como gran incendio verde, el bosque al que Gaston Bachelard añade el epíteto ancestral.
Las plantas aparecen en estos trabajos para San Juan de la Peña de otro modo, más llamativo, gráfico e inmediato, pero no menos sofisticado. Ya aludí, en un párrafo anterior, al carácter polifónico de la pintura de Asun Valet. Otro tipo de voces que se cruzan en sus cuadros son elementos prestados. En otras ocasiones fueron arquitecturas, planos de edificios. Antón Castro aludía a ello en su texto introductorio para Márgenes Activos, su anterior individual, “una exposición reposada y a la vez espontánea que muestra espacios abiertos, que vuelve a hacer evidente el interés que siente la artista por la arquitectura”. Los elementos que se introducen ahora como citas, en lugar de arquitecturas, son tópicos ornamentales de origen o excusa vegetal. Este asunto no deja de estar relacionado, directamente, con la arquitectura, pues para algunos arquitectos, el ornamento no es sino un medio para revelar la estructura interna o la identidad. Una interrogación nueva, por lo tanto, sobre el problema de la forma y el vacío. No nos debe extrañar, por lo tanto, que la misma artista que citaba a Mies van der Rohe, cite ahora motivos propios del universo Arts & Crafts. La decoración tiende a multiplicarse como medicina para el horror vacui. Asun Valet tiende a aislar los elementos básicos que se reiteran en la proliferación ornametal. Los dibuja sobre sus cuadros, pero de un modo paradójico, porque están realizados con un medium acrílico transparente, sólo visible en función del ángulo de incidencia de la luz, y porque, siendo ellos mismos un dibujo, resultan también soporte para otras intromisiones pictóricas (nuevos elementos polifónicos).
Asun Valet cita, por ejemplo, un motivo decorativo clásico: el zarcillo, base del arabesco. James Trilling cuenta la historia de la universalización de este motivo. “No patterntype of similar complexity can match the vinescroll for versatility, longevity and geographical range”. Siguiendo una tradición muy británica, Trilling cuenta la historia del arabesco, desde la Grecia clásica hasta China, desde la arquitectura islámica a la orfebrería barroca, como si se tratase de la novela de una idea. El mismo esquema podía enriquecerse con detalles naturalistas, incluso imaginándolo habitado por animales, o verse reducido a geometría pura. El modelo botánico original podía ser traicionado sin problemas, y las hojas de la vid ser sustituidas por el acanto, por ejemplo.
Esta mirada botánica “a través” del ornamento, tiene más que ver con la cultura que con la naturaleza. Asun Valet practica una abstracción contaminada, con algunas connotaciones pop, aunque escondidas con inteligente sutileza. Al fin y al cabo ha vivido un tiempo posmoderno. En varios de los cuadros para San Juan de la Peña nos sorprenden unas rayas, pintadas en diagonal sobre esa segunda superficie, tan exigua, que representan sus aludidos motivos vegetales, dibujados con acrílico transparente. Dibujo sobre dibujo. Op art sobre arabesco. Asun Valet titula a esta serie de obras, que está entre lo mejor que ha pintado, “Gaultier visita el Botánico”. Las rayas discontinuas hacen referencia, claro está, a las rayas “marca de la casa” del modista. Una convención se añade aquí a otra, pero aun así, la naturaleza sobrevive extraña, como una enfermedad incurable, o un elemento insurrecto. El color tendrá una relación curiosa, de desbordamiento, respecto a la línea; línea que, a su vez, tiene una vocación racionalizadora.
    El factor humano aparece en medio de la naturaleza como un factor de distorsión. La perspectiva es doble: la naturaleza nos asalta; nosotros la invadimos. Un poema de Wallace Stevens puede ejemplificar esta contradicción donde habitamos. Es su “Anécdota del Cántaro”. Debemos imaginar un cántaro, o un simple tarro, como los que se emplean para la mermelada, puesto sobre una colina, rodeado de maleza:
The wilderness rose up to it, 
And sprawled around, no longer wild. 
The jar was round upon the ground 
And tall and of a port in air. 
El humilde objeto humano toma el mando y rehace el sentido de la naturaleza. La domestica. Es cierto que está fuera de lugar, pero el lugar no existiría (o no seríamos conscientes de que existiera) sin su presencia. Las nuevas pinturas de Asun Valet también nos hablan del triunfo de la imaginación.


Alejandro J. Ratia
Zaragoza, 14 de julio de 2010

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